domingo, 14 de febrero de 2016

Capitulo 32 "Naufrago"

Al despertar, pensé que estaba en el fondo de un insondable pozo o en las profundidades de una oscura caverna subterránea. Desesperadamente, intente encontrar a tientas la salida, pero fue como andar por un laberinto. Creía que me encontraba prisionero en una pesadilla, condenado a vagar eternamente en un dédalo de sombras y, de pronto, por un brevísimo instante, vi brillar una luz a lo lejos. Tendí la mano hacia ella y vi cómo se convertía en unas oscuras nubes diseminadas por el cielo.

Aleluya, Lázaro regresó de entre los muertos. Aunque, por la tormenta que se avecina, lo hace justo a tiempo para morir otra vez.-dije como si alguien estuviese conmigo.
Al recuperar plenamente la conciencia deseó regresar de nuevo al sombrío laberinto. Me dolía todo el cuerpo, como si, de la cabeza a las rodillas, tuviera rotos todos los huesos. Intente incorporarme, pero no pude y lanze un gruñido de dolor.
Quizás si me quedo quieto me dolerá menos.-pensé.
Será una vida breve. Me encuentro en el camino de un tifón. Al contemplar las oscuras nubes y los ígneos trazos de los rayos, seguidos por el rumor del trueno, me  siento profundamente descorazonado. El margen entre la vida y la muerte tenía el grosor de un papel de fumar. El sol ya estaba oculto y el mar había adquirido un tono grisáceo; en pocos minutos el pequeño bote sería engullido por la tempestad.

 Mientras registraba un pequeño compartimiento que había bajo un asiento. Encuentro una vieja tela sucia y arrugada y algunos clavos oxidados. Me tumbo en el suelo del bote. Me espera un viaje agitado.  Echó un último vistazo a las amenazadoras olas que hacían cabecear el bote, produciendo la sensación de que el horizonte subía y bajaba. El aspecto del mar era terrible y bello a la vez. Los rayos cruzaban las nubes negras, mientras los truenos rugían, como el lejano redoblar de mil tambores. La tormenta no tuvo piedad. En menos de diez minutos la galerna me alcanzó con toda su fuerza, acompañada de una lluvia torrencial, un diluvio que ocultó el cielo y convirtió el mar en un hervidero de blanca espuma. Las gotas, impulsadas por un viento que aullaba como un millar de almas en pena, me golpeaba con fuerza.
Las crestas de las olas, coronadas de espuma, se alzaban tres metros por encima de mi. Rápidamente, crecen hasta alcanzar los siete metros, cayendo sobre el bote desde todas las direcciones. El viento aumenta su ululante fuerza y el mar redobla los azotes contra la frágil embarcación y su pasajero. El bote se agita y retorcía al subir a las crestas de las olas y caer luego entre sus senos. No existían límites claros entre el aire y el agua, es  imposible discernir cuándo estoy en la superficie y cuándo  en las profundidades.
Milagrosamente el bote, evita que el mar embravecido lo vuelque y me arroje a las mortíferas aguas de las que hubiera sido imposible regresar. Las olas grises se abalanzaban sobre mi e inundan el interior del bote de borboteante espuma, empapándome hasta los huesos; pero, gracias a ello, el centro de gravedad de la balsa se hundía más y le confería una mayor estabilidad. Los traqueteos y las subidas y bajadas agitaban el agua del interior del bote. En cierto modo, el reducido tamaño del bote era una ventaja. A pesar de la violencia de la tempestad, el casco era fuerte y no se haría pedazos.Pasaron veinticuatro minutos que parecieron veinticuatro horas. Me costaba creer que la tormenta no hubiese terminado ya conmigo. No había palabras para describir la angustia que estaba sufriendo.
Los incesantes aludes de agua inundaban el bote, y  tosía y jadeaba hasta que el bote era impulsado de nuevo hacia arriba, hacia la cresta de la siguiente ola. No era necesario achicar, pues el peso del agua del interior ayudaba a evitar que volcara. Tan pronto me encontraba sujetándome con fuerza para evitar que la barca se levantara, como descendiendo vertiginosamente hasta el seno de la siguiente ola y esforzándome para no salir lanzado del bote.Mientras empujaba con los pies los costados del bote para conseguir una mejor sujeción. Si  caía al agua, no habría posibilidad de rescate; nadie podría sobrevivir en medio de ese torturado mar. La lluvia torrencial reducía la visibilidad, y si caía, me perdería inmediatamente de vista.
 Pensé que había dos clases de hombres: los que se dejaban vencer por el miedo al ver al diablo esperándolos y también los que se dejaban dominar por la desesperanza y consideraban que el diablo podía ser un alivio de las miserias terrenas. Yo ya no pertenecía a ninguna de esas dos clases.  Podía mirar de frente al diablo y escupirle en la cara.
 Haciendo caso omiso de los frenéticos azotes de las monstruosas olas, no esperaba el fin, ni que me consideraba indefenso ante las furias del mar. Contemplaba con extraña y remota mirada las masas de agua y espuma que se abatían sobre mi. Parecía como si me encontrara cómodamente arrellanado en mi hogar, pensando en otras cosas. Por graves y apuradas que fueran las circunstancias,  el mar, era mi elemento. Como lo fue de mi difunto padre.
Las sombras cayeron y al fin pasaron. Fue una terrible, aparentemente inacabable noche. Estaba aterido de frío y empapado. El helor me cortaba las carnes como un millar de cuchillos. El amanecer alivió el martirio de oír y sentir las olas, pero no poder verlas. Cuando el sol asomó por entre las convulsas nubes,  seguía milagrosamente con vida. Había ansiado el amanecer, pero cuando al fin llegó lo hizo teñido de un extraño color gris que iluminó el despiadado mar. Pese a la salvaje turbulencia, la atmósfera era sofocante y opresiva, una salina manta bajo la que se hacía casi imposible la respiración. El paso del tiempo carecía de toda relación. No era, ni con mucho,  optimista. Sabía que mis energías  estaban menguando. Los peores enemigos eran las invisibles amenazas de la hipotermia y la fatiga. Terminaría cediendo: o la violencia de la tempestad o su resistencia. La lucha había sido desesperada y el agotamiento me estaba envolviendo. Sin embargo, me resistía a darme por vencido. Me aferraba a la vida, haciendo pleno uso de toda su capacidad de aguante, soportando con tenacidad los embates de las olas, pero consciente de que mi última hora se aproximaba con rapidez.


Al anochecer el viento amainó y el mar se calmó. Aunque  lo ignoraba, el tifón había cambiado su curso. La velocidad del viento descendió . La furia del mar se redujo, de forma que las olas alcanzaban una altura máxima de tres metros. El diluvio se había convertido en una llovizna que apenas era una tenue niebla que flotaba sobre las apaciguadas olas. En el cielo, sin poder adivinar su procedencia, apareció una gaviota que sobrevoló el pequeño bote, gritando como si le sorprendiera verme aún a flote.
Al cabo de una hora, desaparecieron las nubes y al viento apenas le quedó fuerza para impulsar una barca. Parecía como si la tormenta hubiese sido un mal sueño que, tras atacar por la noche, se hubiese disipado con la luz del sol. Sin embargo, en mi lucha con los elementos, sólo había ganado una batalla; de momento el mar embravecido y la fuerza cruel del viento no había conseguido arrastrarme a las profundidades marinas.
Me parecía un milagro, un buen augurio. Si estuviera destinado a morir, no habría sobrevivido a esa tormenta. «Si sigo vivo, es por algo», pensé, lleno de esperanza. Tranquilizado por la calma que siguió a la tormenta y extenuado por el esfuerzo, caí en la apatía y en la indiferencia y no tarde en quedar profundamente dormido.
Como herencia de la tempestad, las aguas continuaron algo picadas hasta la mañana siguiente, cuando el mar quedó como una balsa de aceite. La niebla se había disipado y la visibilidad era buena, podía contemplar el horizonte desierto. Ahora el mar se disponía a lograr por el agotamiento lo que no había conseguido por medio de la violencia. Lentamente, fui despertando de mi sueño y me encontré con que el sol, que tanto había añorado, me quemaba ahora inclemente. La esperanza de que en esa desolada parte del mar, no transitada, apareciese de pronto un barco yendo hacia mi era remota, por no decir absurda.
Aunque gracias a un milagro había logrado sobrevivir al tifón, la sed y el hambre terminarían conmigo. Coloque la tela para que pudiera protegerme de los ardientes rayos del sol. La única comida que había en dos mil kilómetros a la redonda eran los peces. Si no lograba atrapar alguno, moriría de hambre. Con la aguja de la hebilla del cinturón, improvise un anzuelo que luego ate a un trozo arrancado de mi raído pantalón. El cual había hecho tiras y sujetado con fuertes nudos.  El problema era que no tenía cebo. En las inmediaciones no había gusanos, ni moscas, ni, desde luego, pedazos de queso. Hice visera con la mano para protegerme los ojos del sol y mire hacia el fondo del mar.
Ya se había reunido un séquito de curiosos bajo la sombra de la balsa. Bancos de peces similares a arenques, no mucho más grandes que el meñique, pasaban coleteando bajo el bote. Reconocí pámpanos, delfines, que no debían ser confundidos con las marsopas, y sus primos mayores, los dorados, con las altas frentes y las largas y policromas aletas coronando sus iridiscentes cuerpos. Un par de grandes caballas nadaban en círculo y atacaban ocasionalmente a algún pez menor. También había un pequeño tiburón, un pez martillo, uno de los más extraños habitantes del mar, cuya cabeza se expandía a lo ancho.
Con tranquilidad tome un clavo y me rebane un pedacito de carne de la parte trasera del muslo. Luego lo pinche en el improvisado anzuelo. Con suerte si conseguía capturar una pieza y con el compartimento que había desclavado y reservado el agua de la lluvia tendría una oportunidad.Me arrodille y sumergí lentamente el cebo humano en el agua. Las caballas nadaron alrededor, pero  levante el cebo para desalentarlas. Algunos de los pequeños peces carroñeros se precipitaron para atrapar el apetitoso aperitivo, pero no tardaron en abandonar la escena cuando el gran pez, advirtiendo la presencia de sangre, fue hacia el cebo. Mientras tiraba del sedal cada vez que el pez se aproximaba. Por suerte su ansia fue su perdición al quedar enganchado en el sedal. Tire con todas mis escasas fuerzas y lo introduje como un poseso dentro golpeándolo hasta que su cabeza quedo destrozada. Tome una clavo y lo abrí en canal. Comí su hígado y su vísceras para saciar el hambre. Después mas tranquilo decidí dosificar aquel nutriente. Recordé que había sal marina impregnada en la tela y me serviría para conservar aquella comida. Otra parte la reserve para preparar mas cebos.Corte la carne en tiras y luego las puse por por todo el bote.Con la noche llegó una extraña calma. La media luna rielaba sobre el mar, dibujando un plateado rastro que se perdía en el horizonte septentrional. Oí los graznidos de un pájaro que cruzaba el cielo estrellado, pero no logre divisar el animal. Después de sufrir el calor del sol, tuve que enfrentarme a las frías temperaturas, frecuentes en las latitudes meridionales. El rítmico golpeteo de las olas contra el bote hizo que me quedara adormilado.La siguiente cuestión que debía resolver era hasta dónde me había arrastrado la tormenta, algo casi imposible de calcular con un mínimo de precisión. Sin embargo estaba seguro de que la tormenta había soplado del noroeste. En cuarenta y ocho horas, podría haberme llevado a considerable distancia hacia el sureste, lejos de tierra firme. Por mi experiencia sabía que las corrientes y los vientos de esa parte del océano tenían una ligera desviación hacia el sureste. Por más que pensara y deseara sobrevivir, y pese a cuanta suerte pudieran tener, lo cierto era que mis posibilidades de volver a pisar tierra firme eran prácticamente nulas.

Cuatro días sin agua. El inclemente calor y la humedad constante me exprimía todo el sudor del cuerpo. El monótono golpear de las olas contra el bote estuvo a punto de enloquecerme hasta que al fin me acostumbre a el. El ingenio era la clave de la supervivencia.Los anales de los naufragios estaban llenos de historias de marinos que murieron de hambre a pesar de estar rodeados de peces, debido a que carecían de la pericia necesaria para atraparlos. Una vez dominado el arte de la pesca  refine el sistema, sacaba peces con el virtuosismo de un pescador veterano. Con una red, habría llenado todo el bote en cuestión de horas. En los alrededores de la pequeña balsa, el mar parecía un acuario. Peces de todas clases escoltaban a los náufragos; los más pequeños y de vivos colores atraían a otros mayores, y éstos, a su vez, a los tiburones, que constituían una permanente molestia, pues embestían constantemente contra la balsa.
Masticar pescado crudo era un viejo y eficaz sistema, descubierto por los náufragos y los primeros navegantes, que proporcionaba a sus desdichados cuerpos algo de humedad. Comían la carne secada al sol, . El pescado crudo, con su aceitoso sabor, no era exactamente una fiesta para el paladar, pero contribuía a disminuir las punzadas del hambre y la sed y me hacía sentir ahíto con sólo unos bocados.

Por el lado oeste habían aparecido negras nubes que avanzaban  a gran velocidad. Al cabo de escasos minutos cayeron gruesas gotas aisladas sobre el bote que no tardaron en convertirse en una lluvia torrencial.

El agua seguía cayendo. Alze el rostro hacia las nubes con la boca abierta para beber y llenarme del precioso líquido. El viento azotaba el mar, y continué disfrutando del cegador diluvio. El agua no tardó en llenar el fondo del bote. El revitalizador chaparrón cesó tan inesperadamente como había comenzado. Apenas se desperdició una gota. El chaparrón y la ingestión de agua insufló nuevos ánimos en mi.
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  El único mal que no tenía remedio era para las llagas de las piernas y la espalda que tenía a causa de los roces continuos con la balsa debido al movimiento de las olas. Por la tarde comenzó a soplar un fuerte viento que agitó las aguas y me impulsó en dirección noreste, a merced de las caprichosas olas. Era como rodar cuesta abajo por una ladera cubierta de nieve metido en una gran tubería, sin el más mínimo dominio de la situación. El viento duró hasta las diez de la mañana del día siguiente. En cuanto las aguas se calmaron, los peces volvieron. Aparentemente furiosos por la interrupción, agitaron el mar y golpearon el bote. Los animales más voraces, los matones de la bancada, se dieron un festín con sus congéneres de menor tamaño. Durante casi una hora, mientras los peces representaban el sempiterno drama de la supervivencia, en el que los tiburones siempre salían triunfadores, las aguas que rodeaban la balsa se riñeron de rojo. Ya llevaba ocho días pilotando la pequeña balsa por el inmenso mar. La luna llena se alzó sobre el horizonte como una gran bola ambarina que, después de cruzar el cielo sobre ellos, disminuyó de tamaño y se tornó blanca. En ese momento vi, surgiendo de las tinieblas, la cresta de una gigantesca ola que se abalanzaba hacia mi. Sentí como si una mano helada me atenazase por la nuca y entonces, tras la primera ola, estallaron otras tres de idénticas dimensiones. La ola se dobló sobre el bote, inundándolo de agua y espuma y alcanzando de lleno el cuarto de estribor, mientras el lado izquierdo de la pequeña embarcación se elevó sobre el agua y el bote se volcó de lado, cayendo de costado en el seno del siguiente muro de agua, que se alzó hasta tocar las estrellas antes de caer sobre mi con la fuerza de un titan. La balsa se hundió bajo las negras aguas. A merced del furioso mar, lo único que podía hacer para seguir con vida era aferrarme fuertemente ; iba a volver a sufrir todo lo sucedido durante el anterior tifón. Si caía al mar, no podría llegar a la balsa, y la única duda era si moriría ahogado o serían pasto de los tiburones.
Cuando el pequeño bote logró salir de nuevo a la superficie, recibió, en rápida sucesión, el violento impacto de otras dos olas gigantes que lo baquetearon en medio de una vorágine de aguas tumultuosas. Volví a verme sumergido, pero cuando salí a flote una vez más, encontré una mar calmado como una balsa de aceite. Las inmensas olas siguieron adelante, perdiéndose entre las sombras. Mire alrededor, sin ver nada preocupante, el bote, aparentemente, estaba intacto. No vi ningún daño que parezca irreparable. Bajo la brillante luz lunar. De nuevo observo el fondo de la balsa y de pronto entendí que mis posibilidades de supervivencia se habían esfumado.
En el fondo del bote se había abierto una gran grieta por la que estaba entrando agua.







Salí de la casa blanco como si yo fuera el cadáver. Enmudecido y ensangrentado. Tenia la mirada vidriosa y en mi mano todavía permanecía como mudo testigo de mi hazaña, mi daga. Como atraído por un imán, me acerque febrilmente al coche del odioso instigador de esta conspiracion. Algo dentro de mi gritaba para que huyese pero a la vez una fuerza me empujaba hacia aquel monstruo instigador. Cada metro que me acercaba sentía una voz que me alertaba. ¡Estas muerto, estas muerto!. Y aun así veía aquella sonrisa traicionera mas cerca.  Ni siquiera podía culparle, ya que su nombre nunca había sido oído, ni nombrado. A pesar de todo reconoceria su fétido aliento allá donde estuviese. Por muchos perfumes y aceites que tocasen su cuerpo aquel hedor no desaparecía. A veces pensaba como un hombre tan elegante y distinguido estaba tan podrido por dentro.
Quedamos frente a frente intentado evitar su ponzoñosa boca.
Me miro sin ningún tipo de sentimiento y una sonrisa helada y terrible me dio la bienvenida.
-Veamos si ya eres todo un hombre.
Chasqueo los dedos y Crutcher y Fernandez parecieron salir de la nada.
La sonrisa desapareció de su rostro mientras hablaba a ambos.
-Aseguraros que todo esta en orden. Hay que ver si nuestro hombrecito sabe cumplir las ordenes.
Los dos secuaces partieron sin dilación a cumplir el deseo del conspirador. Mientras me seguía observando de arriba a abajo calibrando las posibilidades de ver si había tenido los arrestos de hacer mi mandado.
Apenas transcurrieron unos minutos y los dos hombres aparecieron también afectados.
-¿Y bien?.-dijo sin inmutarse mientras se miraba un molesto pellejo que sobresalia de sus cuidadas uñas.
-Eso es un autentico caos....-dijo Cretcher.
El hombre lo miro con ira y cuando estaba a punto de abrir la boca para desencadenar la furia de los dioses Fernandez acabo la frase.
-Esta muerto, muerto. Pero esta todo lleno de sangre, aquello es una autentica carnicería.
El rostro del hombre de nuevo se relajo y me miro de forma paternal.
-Vaya tenemos un ganador. Pasa y sientate conmigo.
Rodee el coche y abrí la portezuela mientras mi acompañante golpeaba el mullido asiento de forma cariñosa para que me sentase a su lado.
-Lo has hecho muy bien, muy bien.-mientras decía esto arranco el molesto pellejo de su uña y lo escupió por la ventanilla.
No se porque yo me sentía como aquel pellejo, cuando no hiciese falta seria eliminado sin la menor duda.

El coche inicio su marcha y el sonido se fue alejando de la habitación del crimen. Poco a poco un hombre fue moviendose hasta asegurarse que no corría peligro. Retiro la ensangrentada sabana y cacheo su cuerpo ileso, soltando un respiro de alivio. Miro debajo de la cama y empezó a arrastrar un bulto. Cuando quedo a la vista no pudo evitar soltar una lágrima. Su perro, su fiel perro aparecía cosido a cuchilladas. El pelo anteriormente brillante ahora estaba sucio y apelmazado por la sangre. Sabia que había sido un acto cruel pero no le quedaba otra opción sacrificar a su amado can para embadurnarse de su sangre para fingir su muerte. Esperaba que algún día su noble amigo le perdonase pero de lo que si estaba seguro que esta muerte no quedaría sin castigo. Ahora ya ponía cara a su enemigo y tenia un chivato entre sus filas. Era hora de preparar su siguiente plan. Preparar las exequias de si mismo. Dumas había muerto pero volveria de nuevo a caminar entre los vivos para saciar su sed de venganza.


Continuara...