miércoles, 26 de julio de 2017

Capitulo 33 "Cerca de la salvación"

El parlanchín pensó con amargura que habían llegado al final. Nadie podría pedir más de la resistencia humana. Aquello era el fin de su valeroso esfuerzo, de los deseos, amores y alegrías. Terminaría sus días en el mar, siendo pasto de los peces. Los infortunados restos de su cuerpo se hundirían en las profundidades y terminaría en el desolado fondo del mar. Con un último vestigio de humor, se dijo que a las honras fúnebres asistiría un impresionante número de mujeres apenadas, dignas, todas ellas.
El pequeño bote estaba, literalmente, haciéndose pedazos. Con cada ola que lo golpeaba, la grieta del fondo se hacía un poco mayor. Las maderas le mantendrían en la superficie de las aguas, pero cuando el fondo se rompiera definitivamente y las distintas piezas de la embarcación se desparramarán, acabaría en el agua, aferrados a los restos del naufragio y expuestos al ataque de los omnipresentes tiburones.
Por el momento el mar estaba en calma, las olas se elevaban tan sólo un metro; pero si el tiempo empeoraba súbitamente y el mar se agitaba un poco, la muerte haría algo más que mirarlos a los ojos. La vieja de la guadaña le abrazaría con rapidez y sin más vacilaciones.
El hombre estaba inclinado sobre el timón de popa, escuchando el ya familiar sonido del agua entrando. Sus intensos ojos verdes, enrojecidos e hinchados, otearon el horizonte. El globo del sol matutino aparecía ya amarillo resplandeciente. Sin esperanza, su mirada buscó un promontorio de tierra que se alzase frente al despejado horizonte del mar que los rodeaba. Su búsqueda fue en vano: ni barcos, ni islas; salvo por unas cuantas nubes dispersas a unos kilómetros, el mundo que le rodeaba estaba tan desierto como las llanuras de la Luna. La balsa no era más que un minúsculo punto en el inmenso océano.
Habían pescado peces suficientes como para abrir un restaurante, por lo que el hambre no constituía problema. Sus reservas de agua, si lograba conservarlas, le duraría otros seis o siete días. Lo que estaba dejándolo exhausto era la fatiga y la falta de sueño, pues debía estar achicando agua constantemente para mantener el bote a flote. Cada hora que pasaba era un suplicio. Como no tenía cuencos ni botellas u otros tipos de vasijas, había estado sacando agua de la barca con las manos.
Al principio, trabajo en turnos de cuatro horas. Trabajó duro, combatiendo la rigidez que contrajo sus articulaciones y le produjo fuertes dolores musculares.
Pero la grieta se hizo mayor y el agua entró a raudales en la barca. El mar se abría paso cada vez más deprisa… Entendió que el fin estaba cerca y no existía la menor posibilidad de recibir auxilio, así que, poco a poco, fue perdiendo ánimos y tenacidad.

Con resignación, retornó a su actividad, trabajó incansablemente, devolviendo al mar litros de agua.
Sólo Dios sabía qué le movía para seguir adelante. Debía de tener la espalda y los brazos destrozados. Su férrea voluntad de aguantar rebasaba con mucho los límites humanos.  Era un hombre excepcionalmente fuerte, sabía que nunca aceptaría la derrota.
Entrecerró los ojos. Lentamente, se dio la vuelta y miró. Después de horas de contemplar el sol para calcular dónde se hallaban y de sufrir los efectos del reflejo de la luz solar en el agua, tenía los ojos tan fatigados que sólo podía mirar a lo lejos por unos segundos y cerrarlos de nuevo para descansar. Echó un breve vistazo por encima de la proa, pero sólo vio olas azules.
Una mezcla de esperanza y desesperación hizo que se incorporara sobre las rodillas agarrándose. En ese momento el bote coronó la cresta de una ola y, por un instante, contempló sin obstáculos el horizonte… No había ninguna isla con palmeras.
Por primera vez, él vio el pájaro que sobrevolaba el bote, con las alas extendidas, planeando a merced del suave viento. Hizo visera con las manos y miró el animal. Debía de medir un metro y tenía las plumas verdes con pintas pardas y la parte superior del pico curvada y puntiaguda; parecía un pariente bastante feo de la familia de los papagayos.
Era un kea, la misma clase de pájaro que condujo a otros antepasados a las islas. Según los marinos que surcan las aguas del sur, el kea señala la ruta hasta los puertos seguros.
Atento miraba los movimientos del kea. El pájaro planeaba como si estuviera descansando y no intentó aproximarse a la balsa. Luego, como si ya se hubiese recuperado, aleteó en dirección sur. Inmediatamente, miró para averiguar el rumbo del kea, al que no perdió de vista hasta que se convirtió en un punto en la distancia y al fin desapareció.
Los papagayos no son aves acuáticas como las gaviotas o los petreles, que se aventuran hasta alta mar. Pensó que tal vez el animal se hubiera perdido, pero no le pareció posible. Se trataba de un ave que gustaba de cerrar sus garras sobre algo sólido, y sin embargo no intentó posarse en la balsa. Eso significaba que no se encontraba fatigado de volar guiado por el instinto hacia algún desconocido lugar de apareamiento. Aquel pájaro sabía muy bien dónde estaba y hacia dónde se dirigía… Quizá, sólo quizá, se encontraba a mitad de camino entre dos islas. Estaba seguro de que el kea podía divisar algo que él, desde la dilapidada balsa, no podía ver.
Se desplazó hasta el principio de la balsa y, apoyándose en ella, se puso en pie, sujetándose bien con ambas manos para evitar ser lanzado por la borda. De nuevo entornó los párpados hinchados y miró hacia el sureste.
Ya estaba familiarizado con las formaciones nubosas que, situadas sobre el horizonte, producían la sensación de ser masas de tierra sobre el agua. Demasiadas veces las caprichosas formas de las distantes nubes le habían hecho albergar esperanzas que luego habían resultado vanas.
Pero esa vez fue distinto. En el horizonte una solitaria nube permanecía inmóvil mientras otras se alejaban. Estaba ligeramente elevada sobre el mar y no parecía poseer una masa sólida. No se veía rastro de vegetación, porque la nube estaba formada por el vapor que se alzaba de la arena caldeada por el sol antes de condensarse en capas más altas de la atmósfera.
Sin embargo, contuvo su alegría y entusiasmo, ya que la isla se encontraba aún a cinco horas largas de distancia. No había la más mínima posibilidad de llegar a ella, no lo conseguiría, aunque tapase la brecha y permitiera que el mar no anegase el bote. Pero inmediatamente sus maltrechas ilusiones cobraron de nuevo fuerza, porque vio que no se trataba de la cima de un monte submarino surgido como consecuencia de miles de siglos de actividad volcánica y cuyos montes y valles estaban cubiertos por una exuberante vegetación. Aquélla era una roca baja y plana sobre la que crecían algunos árboles que, de algún modo, habían logrado sobrevivir a pesar del clima de esa zona situada al sur del trópico.
Los árboles, claramente visibles, se apiñaban en las pequeñas zonas de tierra que había en los intersticios de las rocas. Vio que la isla estaba mucho más próxima de lo que parecía a primera vista; se encontraba a unos ocho o nueve kilómetros de distancia. Las copas de los árboles parecían una tupida alfombrilla extendida sobre el horizonte.
Determinó la posición de la isla, que se hallaba en la dirección que había seguido el kea. Inmediatamente verificó las direcciones del viento y la deriva y calculó que las corrientes los conducirían hacia el extremo norte de la isla; así pues, debía corregir ligeramente su rumbo hacia el sureste. Hacia estribor.

La maltrecha balsa apuntaba su quilla hacia la pequeña isla situada a unos cuantos kilómetros de distancia. Al fin los dotes de navegante habían sido recompensadas.
Había olvidado la ofuscaste fatiga y el paralizador agotamiento, se encontraba en un estado en que ya no eran el mismo, en una zona psicológica en que el esfuerzo y el sufrimiento carecían de significado. Daba igual que su cuerpo fuera a pagar luego una amarga factura de agónicos sufrimientos, lo importante era que su determinación y su negativa a aceptar la derrota los ayudase a salvar la distancia que separaba el bote de la orilla. Era consciente del dolor que torturaba sus hombros y su espalda, pero el malestar quedaba difuminado en su mente, como si sus tormentos los estuvieran padeciendo otros.
El viento, impulsaba el bote en dirección al solitario promontorio del horizonte. Pero el inexorable mar no tenía intención de soltar su presa. La corriente lo arrastraba hacia dentro, tratando de enviarlo de vuelta a la inmensa desolación del océano abierto.
—Creo que me estoy desviando —pensó temeroso
Mirando hacia adelante y sin dejar de achicar agua con las manos, no quitaba ojo a la tierra cada vez más cercana. Al principio creyó que se trataba de una sola isla, pero cuando se halló a unos dos kilómetros comprobó que se trataba de dos. Un brazo de mar de unos doscientos metros de ancho las separaba. También advirtió que lo que parecía ser una corriente de mar discurría por entre la separación de ambas islas.
Por las ondas que hacía el viento sobre la superficie del agua y por la forma como impulsaba la espuma en el aire, supo que la brisa había cambiado y favorecía el curso que pretendía seguir, impulsando el bote en un ángulo más agudo a través de la hostil corriente. Aquello era una ventaja, pensó optimista, como también lo era el hecho de que en esas zonas meridionales el agua estuviera demasiado fría para permitir la formación de arrecifes de coral, pues, de existir, hubieran desgarrado y hecho pedazos el bote.
Mientras luchaban contra el agua que pretendía invadir el bote, percibió un rumor que se hizo más y más fuerte. Interpreto que ese peculiar sonido se debía a las olas rompiendo contra los riscos. Las olas, potenciales asesinas, arrastraban el bote hacia la catástrofe. La alegría del náufrago ante la perspectiva de estar a punto de poner pie en tierra firme se convirtió en temor de ser hecho pedazos por las aguas agitadas.

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Los gallos y la luz del alba empezaron a desperezarme. Notaba pinchazos en mis piernas y brazos y a pesar del seco y duro jergón mi sueño había sido reparador. A pesar de los chinches que correteaban con total libertad por la sucia paja que rellenaba mi cama no podía sentirme mas cómodo. Aquello para mí era un lujo digno de un rey, después de dormir en el duro y frío suelo y teniendo como manta el cielo, los sonidos y aullidos de los animales salvajes que merodeaban cerca de mí.
-Venga, holgazán es hora de ganarse el pan.
Era Fernández con una pinta horrible y una terrible resaca. Seguramente nuestro misterioso mecenas le había dado buenos dineros para gastar en vinos y busconas. Me levante todavía algo acarajotado. Me llevo ante una tosca mesa donde otros muchachos comían como lebreles dando buena cuenta de un pan negro reseco y duro como un pedernal y un queso rancio. Me senté a la mesa mientras el resto de los comensales me ignoraban y seguían en su labor alimenticia. De repente se quedaron parados mirándome con los ojos bien abiertos y temerosos dejaron de comer. Yo tan ufano pensé que era debido a mi presencia y a la fechoría de la noche anterior. Cuando una mano enguantada se posó sobre mi hombro.
-Vaya, vaya. Aquí tenemos a nuestro héroe.
Intente disimular mi temblor.
-Pero come, come. No seas tan humilde. Los hombres como nosotros no debemos mantener las normas ante los inferiores.
Mientras comía miraba de reojo a “los inferiores” como convidados de piedra miraban sin pestañear a su señor.
Apuré todo lo que pude y lo que permitió mi dolorido estómago.
-Claro está que entre iguales necesito que me hagas un favor.
Me levanté de la silla como si quemase y me puse de pie enfrente de aquel hombre.
Entonces saco una daga tan rápido que apenas pude pestañear. La puso a la altura de mi cuello y sentí su cálido aliento en mi cara.
-Vete lejos, bien lejos de aquí. No quiero volver a verte. La próxima vez que te vea serás juzgado y condenado. Tu cuerpo expuesto en la plaza para que te escupan, se orine y te tiren frutas podridas. Y luego acabaras colgado para ser comida para los cuervos y lo que quede de ti tirado a los perros.  Ahora que por desgracia mi buen amigo y compañero Dumas de Manqueda ha muerto. 
Paro un momento de hablar me miro y respiro hondo. Puso rostro compungido y apenado como si aquello le afectase.
-Alguien debe relevarle en su puesto. Yo me sacrificare y tomare su testigo
Con un movimiento teatral me miro y se puso su elegante sombrero. Fijo su mirada en mi con sus ojos glaciales y una voz cavernosa salió de su boca.
-Espero que cuando vuelva no estés en mi reino. Y ahora si me disculpas debo ir a un funeral.
Y acto seguido se giró y se marchó.
Apenas hubo desaparecido su sombra unos manos fuertes me cogieron y me vi volando cual avutarda. Acabando mi trayectoria al chocar contra un muro. Mi cuerpo era un amasijo retorcido y dolorido de carne y huesos. Mientras, no dejaba de ver estrellas en mi dolorida cabeza. Intente ponerme en pie, pero me mareaba y mis piernas flojeaban y no respondían. Una gota cayó sobre mí y mire al cielo. Un cielo negro y cubierto como mi alma se extendía sobre el lugar. Las gotas fueron haciéndose mas seguidos y al momento una incesante cortina de agua mojaba mi maltrecha persona. Huelga decir que sirvió para despejarme todo mi ser.
¿Y ahora que podía hacer? No podía pedir ayuda a Dumas. Si me descubrían sería el fin. Y disfrazarme sería peligroso. ¿Cómo conseguir informar a mi protegido del giro de los acontecimientos? No tenía un plan, no tenía un truco o treta. Debía esconderme y pensar.
El pequeño escorpión clavaría su aguijón en su momento. Ahora la lluvia seria mi consuelo y el hambre mi anhelo para forjar mi ansiada venganza.
 Continuara...