El
parlanchín pensó con amargura que habían llegado al final. Nadie podría pedir
más de la resistencia humana. Aquello era el fin de su valeroso esfuerzo, de
los deseos, amores y alegrías. Terminaría sus días en el mar, siendo pasto de
los peces. Los infortunados restos de su cuerpo se hundirían en las
profundidades y terminaría en el desolado fondo del mar. Con un último vestigio
de humor, se dijo que a las honras fúnebres asistiría un impresionante número
de mujeres apenadas, dignas, todas ellas.
El pequeño
bote estaba, literalmente, haciéndose pedazos. Con cada ola que lo golpeaba, la
grieta del fondo se hacía un poco mayor. Las maderas le mantendrían en la
superficie de las aguas, pero cuando el fondo se rompiera definitivamente y las
distintas piezas de la embarcación se desparramarán, acabaría en el agua,
aferrados a los restos del naufragio y expuestos al ataque de los omnipresentes
tiburones.
Por el
momento el mar estaba en calma, las olas se elevaban tan sólo un metro; pero si
el tiempo empeoraba súbitamente y el mar se agitaba un poco, la muerte haría
algo más que mirarlos a los ojos. La vieja de la guadaña le abrazaría con
rapidez y sin más vacilaciones.
El hombre
estaba inclinado sobre el timón de popa, escuchando el ya familiar sonido del
agua entrando. Sus intensos ojos verdes, enrojecidos e hinchados, otearon el
horizonte. El globo del sol matutino aparecía ya amarillo resplandeciente. Sin
esperanza, su mirada buscó un promontorio de tierra que se alzase frente al
despejado horizonte del mar que los rodeaba. Su búsqueda fue en vano: ni barcos,
ni islas; salvo por unas cuantas nubes dispersas a unos kilómetros, el
mundo que le rodeaba estaba tan desierto como las llanuras de la Luna. La balsa
no era más que un minúsculo punto en el inmenso océano.
Habían
pescado peces suficientes como para abrir un restaurante, por lo que el hambre
no constituía problema. Sus reservas de agua, si lograba conservarlas, le
duraría otros seis o siete días. Lo que estaba dejándolo exhausto era la fatiga
y la falta de sueño, pues debía estar achicando agua constantemente para
mantener el bote a flote. Cada hora que pasaba era un suplicio. Como no tenía
cuencos ni botellas u otros tipos de vasijas, había estado sacando agua de la
barca con las manos.
Al
principio, trabajo en turnos de cuatro horas. Trabajó duro, combatiendo la
rigidez que contrajo sus articulaciones y le produjo fuertes dolores
musculares.
Pero la
grieta se hizo mayor y el agua entró a raudales en la barca. El mar se abría
paso cada vez más deprisa… Entendió que el fin estaba cerca y no existía la
menor posibilidad de recibir auxilio, así que, poco a poco, fue perdiendo
ánimos y tenacidad.
Con
resignación, retornó a su actividad, trabajó incansablemente, devolviendo al mar litros
de agua.
Sólo Dios
sabía qué le movía para seguir adelante. Debía de tener la espalda y
los brazos destrozados. Su férrea voluntad de aguantar rebasaba con mucho los
límites humanos. Era un hombre excepcionalmente fuerte, sabía que nunca
aceptaría la derrota.
Entrecerró
los ojos. Lentamente, se dio la vuelta y miró. Después de horas de contemplar
el sol para calcular dónde se hallaban y de sufrir los efectos del reflejo de
la luz solar en el agua, tenía los ojos tan fatigados que sólo podía mirar a lo
lejos por unos segundos y cerrarlos de nuevo para descansar. Echó un breve
vistazo por encima de la proa, pero sólo vio olas azules.
Una mezcla
de esperanza y desesperación hizo que se incorporara sobre las rodillas
agarrándose. En ese momento el bote coronó la cresta de una ola y, por un instante,
contempló sin obstáculos el horizonte… No había ninguna isla con palmeras.
Por primera
vez, él vio el pájaro que sobrevolaba el bote, con las alas extendidas,
planeando a merced del suave viento. Hizo visera con las manos y miró el
animal. Debía de medir un metro y tenía las plumas verdes con pintas pardas y
la parte superior del pico curvada y puntiaguda; parecía un pariente bastante
feo de la familia de los papagayos.
Era un kea,
la misma clase de pájaro que condujo a otros antepasados a las islas. Según los
marinos que surcan las aguas del sur, el kea señala la ruta hasta los puertos
seguros.
Atento
miraba los movimientos del kea. El pájaro planeaba como si estuviera
descansando y no intentó aproximarse a la balsa. Luego, como si ya se hubiese
recuperado, aleteó en dirección sur. Inmediatamente, miró para averiguar el
rumbo del kea, al que no perdió de vista hasta que se convirtió en un punto en
la distancia y al fin desapareció.
Los
papagayos no son aves acuáticas como las gaviotas o los petreles, que se
aventuran hasta alta mar. Pensó que tal vez el animal se hubiera perdido, pero
no le pareció posible. Se trataba de un ave que gustaba de cerrar sus garras
sobre algo sólido, y sin embargo no intentó posarse en la balsa. Eso
significaba que no se encontraba fatigado de volar guiado por el instinto hacia
algún desconocido lugar de apareamiento. Aquel pájaro sabía muy bien dónde
estaba y hacia dónde se dirigía… Quizá, sólo quizá, se encontraba a mitad de
camino entre dos islas. Estaba seguro de que el kea podía divisar algo que él,
desde la dilapidada balsa, no podía ver.
Se desplazó
hasta el principio de la balsa y, apoyándose en ella, se puso en pie,
sujetándose bien con ambas manos para evitar ser lanzado por la borda. De nuevo
entornó los párpados hinchados y miró hacia el sureste.
Ya estaba
familiarizado con las formaciones nubosas que, situadas sobre el horizonte,
producían la sensación de ser masas de tierra sobre el agua. Demasiadas veces
las caprichosas formas de las distantes nubes le habían hecho albergar
esperanzas que luego habían resultado vanas.
Pero esa vez
fue distinto. En el horizonte una solitaria nube permanecía inmóvil mientras
otras se alejaban. Estaba ligeramente elevada sobre el mar y no parecía poseer
una masa sólida. No se veía rastro de vegetación, porque la nube estaba formada
por el vapor que se alzaba de la arena caldeada por el sol antes de condensarse
en capas más altas de la atmósfera.
Sin embargo,
contuvo su alegría y entusiasmo, ya que la isla se encontraba aún a cinco horas
largas de distancia. No había la más mínima posibilidad de llegar a ella, no lo
conseguiría, aunque tapase la brecha y permitiera que el mar no anegase el
bote. Pero inmediatamente sus maltrechas ilusiones cobraron de nuevo fuerza,
porque vio que no se trataba de la cima de un monte submarino surgido como
consecuencia de miles de siglos de actividad volcánica y cuyos montes y valles
estaban cubiertos por una exuberante vegetación. Aquélla era una roca baja y
plana sobre la que crecían algunos árboles que, de algún modo, habían logrado
sobrevivir a pesar del clima de esa zona situada al sur del trópico.
Los árboles,
claramente visibles, se apiñaban en las pequeñas zonas de tierra que había en
los intersticios de las rocas. Vio que la isla estaba mucho más próxima de lo
que parecía a primera vista; se encontraba a unos ocho o nueve kilómetros de
distancia. Las copas de los árboles parecían una tupida alfombrilla extendida
sobre el horizonte.
Determinó la
posición de la isla, que se hallaba en la dirección que había seguido el kea.
Inmediatamente verificó las direcciones del viento y la deriva y calculó que
las corrientes los conducirían hacia el extremo norte de la isla; así pues,
debía corregir ligeramente su rumbo hacia el sureste. Hacia estribor.
La maltrecha
balsa apuntaba su quilla hacia la pequeña isla situada a unos cuantos
kilómetros de distancia. Al fin los dotes de navegante habían sido
recompensadas.
Había
olvidado la ofuscaste fatiga y el paralizador agotamiento, se encontraba en un
estado en que ya no eran el mismo, en una zona psicológica en que el esfuerzo y
el sufrimiento carecían de significado. Daba igual que su cuerpo fuera a pagar
luego una amarga factura de agónicos sufrimientos, lo importante era que su
determinación y su negativa a aceptar la derrota los ayudase a salvar la
distancia que separaba el bote de la orilla. Era consciente del dolor que
torturaba sus hombros y su espalda, pero el malestar quedaba difuminado en su
mente, como si sus tormentos los estuvieran padeciendo otros.
El viento,
impulsaba el bote en dirección al solitario promontorio del horizonte. Pero el
inexorable mar no tenía intención de soltar su presa. La corriente lo
arrastraba hacia dentro, tratando de enviarlo de vuelta a la inmensa desolación
del océano abierto.
—Creo que me
estoy desviando —pensó temeroso
Mirando
hacia adelante y sin dejar de achicar agua con las manos, no quitaba ojo a la
tierra cada vez más cercana. Al principio creyó que se trataba de una sola
isla, pero cuando se halló a unos dos kilómetros comprobó que se trataba de
dos. Un brazo de mar de unos doscientos metros de ancho las separaba. También
advirtió que lo que parecía ser una corriente de mar discurría por entre la separación
de ambas islas.
Por las
ondas que hacía el viento sobre la superficie del agua y por la forma como
impulsaba la espuma en el aire, supo que la brisa había cambiado y favorecía el
curso que pretendía seguir, impulsando el bote en un ángulo más agudo a través
de la hostil corriente. Aquello era una ventaja, pensó optimista, como también
lo era el hecho de que en esas zonas meridionales el agua estuviera demasiado
fría para permitir la formación de arrecifes de coral, pues, de existir,
hubieran desgarrado y hecho pedazos el bote.
Mientras
luchaban contra el agua que pretendía invadir el bote, percibió un rumor que se
hizo más y más fuerte. Interpreto que ese peculiar sonido se debía a las olas
rompiendo contra los riscos. Las olas, potenciales asesinas, arrastraban el
bote hacia la catástrofe. La alegría del náufrago ante la perspectiva de estar
a punto de poner pie en tierra firme se convirtió en temor de ser hecho pedazos
por las aguas agitadas.
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Los gallos y
la luz del alba empezaron a desperezarme. Notaba pinchazos en mis piernas y
brazos y a pesar del seco y duro jergón mi sueño había sido reparador. A pesar
de los chinches que correteaban con total libertad por la sucia paja que
rellenaba mi cama no podía sentirme mas cómodo. Aquello para mí era un lujo
digno de un rey, después de dormir en el duro y frío suelo y teniendo como
manta el cielo, los sonidos y aullidos de los animales salvajes que merodeaban
cerca de mí.
-Venga,
holgazán es hora de ganarse el pan.
Era Fernández
con una pinta horrible y una terrible resaca. Seguramente nuestro misterioso
mecenas le había dado buenos dineros para gastar en vinos y busconas. Me
levante todavía algo acarajotado. Me llevo ante una tosca mesa donde otros
muchachos comían como lebreles dando buena cuenta de un pan negro reseco y duro
como un pedernal y un queso rancio. Me senté a la mesa mientras el resto de los
comensales me ignoraban y seguían en su labor alimenticia. De repente se
quedaron parados mirándome con los ojos bien abiertos y temerosos dejaron de
comer. Yo tan ufano pensé que era debido a mi presencia y a la fechoría de la
noche anterior. Cuando una mano enguantada se posó sobre mi hombro.
-Vaya, vaya.
Aquí tenemos a nuestro héroe.
Intente
disimular mi temblor.
-Pero come,
come. No seas tan humilde. Los hombres como nosotros no debemos mantener las
normas ante los inferiores.
Mientras
comía miraba de reojo a “los inferiores” como convidados de piedra miraban sin
pestañear a su señor.
Apuré todo
lo que pude y lo que permitió mi dolorido estómago.
-Claro está
que entre iguales necesito que me hagas un favor.
Me levanté
de la silla como si quemase y me puse de pie enfrente de aquel hombre.
Entonces
saco una daga tan rápido que apenas pude pestañear. La puso a la altura de mi
cuello y sentí su cálido aliento en mi cara.
-Vete lejos,
bien lejos de aquí. No quiero volver a verte. La próxima vez que te vea serás
juzgado y condenado. Tu cuerpo expuesto en la plaza para que te escupan, se orine
y te tiren frutas podridas. Y luego acabaras colgado para ser comida para los
cuervos y lo que quede de ti tirado a los perros. Ahora que por desgracia mi buen amigo y compañero
Dumas de Manqueda ha muerto.
Paro un
momento de hablar me miro y respiro hondo. Puso rostro compungido y apenado
como si aquello le afectase.
-Alguien
debe relevarle en su puesto. Yo me sacrificare y tomare su testigo
Con un
movimiento teatral me miro y se puso su elegante sombrero. Fijo su mirada en mi
con sus ojos glaciales y una voz cavernosa salió de su boca.
-Espero que
cuando vuelva no estés en mi reino. Y ahora si me disculpas debo ir a un
funeral.
Y acto
seguido se giró y se marchó.
Apenas hubo
desaparecido su sombra unos manos fuertes me cogieron y me vi volando cual
avutarda. Acabando mi trayectoria al chocar contra un muro. Mi cuerpo era un
amasijo retorcido y dolorido de carne y huesos. Mientras, no dejaba de ver
estrellas en mi dolorida cabeza. Intente ponerme en pie, pero me mareaba y mis
piernas flojeaban y no respondían. Una gota cayó sobre mí y mire al cielo. Un
cielo negro y cubierto como mi alma se extendía sobre el lugar. Las gotas
fueron haciéndose mas seguidos y al momento una incesante cortina de agua
mojaba mi maltrecha persona. Huelga decir que sirvió para despejarme todo mi
ser.
¿Y ahora que
podía hacer? No podía pedir ayuda a Dumas. Si me descubrían sería el fin. Y
disfrazarme sería peligroso. ¿Cómo conseguir informar a mi protegido del giro
de los acontecimientos? No tenía un plan, no tenía un truco o treta. Debía
esconderme y pensar.
El pequeño
escorpión clavaría su aguijón en su momento. Ahora la lluvia seria mi consuelo
y el hambre mi anhelo para forjar mi ansiada venganza.
Continuara...
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